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AGENTES FORESTALES

La AAPNA es la asociación profesional de los AGENTES FORESTALES del Gobierno de Aragón

LEY 10/2006, de 28 de abril, por la que se modifica la Ley 43/2003, de 21 de noviembre, de Montes.

q) AGENTE FORESTAL: Funcionario que ostenta la condición de Agente de la autoridad perteneciente a las Administraciones Públicas que, de acuerdo con su propia normativa y con independencia de la denominación corporativa específica, tiene encomendadas, entre otras funciones, las de policía y custodia de los bienes jurídicos de naturaleza forestal y la de policía judicial en sentido genérico tal como establece el apartado 6º del artículo 283 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal

La AAPNA forma parte de la Asociación Española de Agentes Forestales y Medio Ambientales AEAFMA y de la International Ranger Federation IRF

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miércoles, 15 de julio de 2015

Forestales comprometidos

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LA FIRMA I Por Carmelo Marcén Albero

Aunque cada vez son menos y sus medios son limitados, los agentes forestales siguen transitando por el millón y medio de monte arbolado de Aragón, Y son los más apasionados por él



El bosque contagia su pasión por la vida. Entrar en él es descubrir mundos nuevos; unos buscados, otros desconocidos. Allí, tanto los silencios como los ruidos se interpretan de otra forma. La vida en
el bosque es multisensorial. Nada pasa desapercibido para alguien que siempre vigila, lo mismo si permanece en la negrura que si se deja ver sin recato. Allí se viven de una manera diferente el día y la noche; por la mañana algarabías con lenguajes mezclados, por la noche silencios interrumpidos por quienes parece que nunca duermen. El bosque representa como ningún otro lugar el pulso vital en cada una de las estaciones. La materia fluye en forma de pequeñas partículas o grandes animales, lo que es deja de serlo al momento porque la no existencia de unos empuja la vitalidad de otros. Los árboles, unos más entre los muchos seres que en su interdependencia construyen los bosques, observan, pero no se despistan en su camino hacia la luz. En invierno, el bosque duerme
en un compás de espera ante una primavera que lo llenará de vida. Se diría que se está preparando para cuando por él transiten personas en busca de un requiebro de felicidad, para reposar la vista y tranquilizar el espíritu. Esas que en verano turban la compleja existencia de estos enclaves –hay muchos bosques diferentes– y añaden voces, risas y sensaciones. Tan inocentes como aquel Pulgarcito que se perdió o tan despiadadas como los ogros malignos con que los cuentistas poblaron los oscuros bosques. Estos viven en sus contradicciones, grandiosos y a la vez débiles, temiendo que una simple chispa o un hacha asesina acabe con ellos. Exhibidos como trofeo social y olvidados por quienes los administran, aun cuando deberían ser los primeros en protegerlos.

Se acaba de aprobar una Ley de Montes. Qué buenos resultados podría haber reportado esa mezcla de palabras si se hubiese querido arbitrar un reglamento que a ellos les importase. Pero, junto a alguna pauta regulatoria positiva, lo que se ha hecho es autorizar ciertas viejas tropelías contra ellos, y quitarles la voz.
Una ley que elimina la necesidad de elaborar planes de gestión que protejan a los espacios no catalogados de las apetencias madereras no merece nada más que la descalificación. Unas normas que se establecen para que las personas que transitan por ellos porten escopetas que permitan eliminar una parte de su fauna es digna de unánime reprobación.
Pero además, la posibilidad de la urbanización de zonas ‘accidentalmente’ quemadas es como entregarles una cerilla a los pirómanos que tanto daño hacen a la xerófila cubierta vegetal española. Porque casi todos los incendios del bosque portan fracasos en su gestión. Se sabe que los incendios del verano se apagan durante todo el año. Pero aquí se ahorra en prevenir lo que se gastará multiplicado por mucho en apagar. Además, con el dinero no invertido se queman también ilusiones y vida. Por desgracia, es cuestión de tiempo que la amenaza incendiaria se cumpla en otro lugar diferente a la Sierra de Luna: desidia, calores prolongados y pluviometrías escasas son un combinado extremadamente
explosivo.
Pero por el millón y medio de hectáreas de monte arbolado de Aragón transitan también agentes forestales, teñidos de verde por fuera y por dentro, porque son los más apasionados por ellos. Han hecho de su vida un compendio de devoción y trabajo en el cuidado del territorio.
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Cuando ambas cosas se mezclan, la existencia lleva camino de hacerse especialmente placentera; nos devuelven la felicidad en forma de servicio público.
Empezaron a cumplir ese cometido hace más de 100 años, pero pasa el tiempo y son menos. A cada agente forestal de Aragón le corresponde la vigilancia y protección de centenares de km2 de bosques y humedales, de espacios protegidos, la cuidada tarea de control de pescadores y cazadores, y un largo etcétera, y todo esto con medios
cada vez más exiguos. Habrá que valorar por qué otros cuidadores de nuestros bosques amenazan con huelga en agosto. El nuevo consejero debe solucionar con prontitud y eficacia los errores de los anteriores.
En cierta manera, por afectividad y convicción del beneficio que nos reportan los bosques,
todos deberíamos acabar siendo forestales comprometidos.
Mientras esa utopía llega, ¿quién cuidará este verano los bosques de Aragón?





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